El 11 de septiembre de 2001, cuando se transmitía al mundo "en directo" el choque de aviones de pasajeros contra las torres gemelas
de Nueva York, quedaba en el aire una suerte de declaratoria de guerra al
imperio estadounidense con ataques en su propio territorio, algo no visto
siquiera durante las dos guerras totales y que imprimía como mensaje simbólico el
ataque al corazón económico y financiero de EEUU.
El destilar de los eventos y el paso del tiempo aclaró que no existía ninguna fuerza militar determinante para hacer tambalear el ejército de Estados Unidos o su poder financiero.
Eso sí, Washington logró acaudalar
la solidaridad de los países del mundo, un poder de representación con el que lanzó
la doctrina contra el terrorismo, se estableció el “eje del mal”, un grupo de países
a los que occidente bloqueó política y comercialmente como Cuba, Irán o Corea
del Norte, e incluso sirvió de acicate para las intervenciones militares en Afganistán,
Iraq (por segunda vez), ya más tardíamente Libia y Siria. El Estado Islámico
iba apareciendo como fuerza de tierra mientras en el aire estaban aviones y misiles
de última generación occidentales apoyados, por su puesto por portaviones, una
suerte de mercenarismo ya más que evidente si se piensa en lo que sucede actualmente
en Ucrania.
Mientras que Occidente avanzaba en una ola colonizadora, vestida de guerras humanitarias y en nombre de la democracia de los países, los movimientos sociales con referentes como Fidel o Chávez, e intelectuales como Noam Chomsky, James Petras o Heinz Dieterich, concentraban los análisis en fundamentos reactivos a la globalización neoliberal, El Tratado de Libre Comercio para las Américas-Alca y los esfuerzos se focalizaban en las movilizaciones en torno a los foros que realizaban las organizaciones de Bretton Woods, en la estela que va de Seattle a Qatar.
El marco de referencia de un sistema económico alternativo seguía girando en torno al socialismo, “el socialismo del siglo XXI”.
Paralelo e invisible avanzaban las tectónicas de la geopolítica con la recuperación de la soberanía rusa y el creciente económico y político de Beijing, logrado precisamente tras el revisionismo chino del carácter socialista mientras se integraba progresivamente al orden del desarrollo productivo y tecnológico soberano, una ruta diferente a la tomada por el gobierno de la URSS que optó por lanzarse al vacío, “en un instante” al modelo capitalista. Mientras en China el proceso se abocó desde finales de la década del setenta del pasado siglo con Deng Xiaoping, “el socialismo con características chinas", Moscú simplemente apago las luces y privatizó la riqueza de la nación, lograda en siglos (incluye la era zarista), y defendida en guerras totales, en los años contados en una mano.
Pocos apostaban a que la nación que descubrió la pólvora y el papel, dedicada a la cerámica y las copias de productos de baja manufactura, saltara raudamente a la revolución del hierro, el acero, los plásticos, la tecnología electrónica basada en las fusiones de arena, el silicio, un factor determinante en la era de la información y la comunicación, y la emergencia de una potencia económica y política global.
Pero sucedió. La planificación estatal, la inversión en servicios sociales, saneamiento, educación, alimentación, pleno empleo, en síntesis, una política destinada a la promoción de la producción, algo solo posible con soberanía política, hicieron el milagro económico en algo menos de dos generaciones.
Claro, sin duda el papel de la deslocalización industrial occidental atraída por los bajos precios de la mano de obra calificada china y la estabilidad social del país también fue la ventana de oportunidad aprovechada por los dirigentes políticos de Pekin.
xtienda la reflexión con un contenido de nuestro archivo
